«Ojalá todo el mundo entendiera que la química es mala para todos»
Esther Teixeiro Lemos es una mujer de semblante y trato dulce, pero de ideas fijas. Nadie ha sido capaz de hacerla desistir en su empeño de conseguir un producto de la tierra 100% ecológico, y no fueron pocos los que lo han intentado. A sus 88 años, continúa trabajando sus campos a diario con la misma determinación que la ha empujado toda su vida, yendo siempre a contracorriente de un sistema que premia lo rápido y rentable. Sin ayuda de nadie, cambió el rumbo del sector del vino desde Chantada, siguiendo una corazonada: volver a trabajar como lo hacían sus padres, sin químicos, en una época dónde nadie más lo hacía así y el club de escépticos no dejaba de medrar a su alrededor. Su bodega de piedra restaurada en Pincelo, con la parte trasera excavada en la roca, fue cuna de los primeros vinos ecológicos gallegos, elaborados con uvas de las variedades mencía para el tinto, y godello y treixadura, para el blanco. Un camino nada fácil, aunque asegura, que aún le queda por recorrer, ya que su ilusión sería que todo el mundo volviese a la agricultura tradicional.
Te quedas huérfana con 15 años, ¿tuviste que empezar a trabajar en el campo por necesidad al faltar tus padres?
Bueno, yo nunca había trabajado. Mis padres me mandaron al colegio de la parroquia, no había otro. Mis padres también tenían viña. Mi hermana era la mayor, las siguió trabajando ella, algo me enseñó, pero muy poco. Bueno, yo nunca trabajaba, pero iba con ella a las viñas –ríe–. Viví con mi hermana 4 años. Con 19, me casé y vine para la casa de mi marido, que también tenía viñas. Era de lo que se vivía. Fue justo ahí, cuando nacieron mis hijos. Tuve que empezar a trabajar para mantenerlos.
¿Cómo se trabajaba la viña hace 70 años?
Las viñas se trabajaban con mucha dureza porque se cavaban. Ahora no se cava nada. Antes no había herbicida, ni había sistémicos, no había nada de eso. Se trabajaba a pulso del sudor.
¿Cuándo montas tu bodega?
Levantamos la primera bodega de la Ribeira Sacra, en Pincelo Adega Diego de Lemos, como mi abuelo – que en la actualidad la llevan mi hijo, mi otro hijo y mi nieto, que es enólogo– en el año 87. Ahora produce entre 10.000 y 13.000 botellas de tinto mencía y blancos godello y treixadura. En 2003 recibió el primer sello de vino ecológico que se emitió en Galicia.
¿Por qué decidiste hacerlo ‘sano’ como dices tú, sin químicos?
Bueno, mis padres nunca echaron herbicida hasta la década de los 90, que llegaron los productos al pueblo, y nosotros también lo echamos, claro. En 1995 fue cuando le echamos herbicida, porque era una cosa de ‘no trabajar mucho’. Y queríamos comodidades. Pero, me acabé dando cuenta de que el herbicida, y todas las químicas eran muy malas para la tierra. Vi que en la tierra no crecía ni la hierba. Dije ‘esta tierra está enferma’.
¿Cómo llegas a esa conclusión en un momento que todo el mundo trataba la tierra con químicos?
Yo veía que la tierra estaba enferma porque no echaba una hierba. Tenía que tener algo para no echar la hierba. Aún echamos herbicida en 1995, pero yo ya sabía que algo no iba bien. Recordé que mis padres trabajaban sin nada. Así que, en 1998 dije ‘ya no más’. Ni herbicida, ni sistémicos ni nada. Creo que fue en el año 1997, cuando en Monforte empezaron a elaborar vino ecológico. Yo me enteré y allá que fui. Ese año me presenté en Monforte, y me pidieron mil pesetas en el Consello Regulador para registrarme. Recorría un kilómetro hasta el teléfono, que en casa no había, para hacer el papeleo con la administración. Me costó mucho, pero les di las 1.000 pesetas y después estuve hasta el año 2003, que no me dieron el sello.
¿Los demás entendían lo que estabas haciendo? ¿Lo que querías hacer?
Ah, no, claro. La gente decía, pero ¿qué es eso? Estaban muy acostumbrados a echar química, de echar todos esos productos para recoger sin trabajar mucho. Algunas veces me parecía a mí también que estaba loca –ríe–. Yo misma, ‘me parece que no va bien esto’. Pero después me volvía a parecer que sí y seguía para adelante. Y creo que fue la inmigración también. Quedaba poquita gente y los que quedábamos queríamos cultivar nuestras tierras, pero ya no sabíamos cómo.
¿Y tu marido lo entendía?
No, no. Mi marido no entendía que pasara tanto trabajo con los vinos. Pero yo estaba convencida de que así era mejor. Yo decía, ‘mis padres nunca echaron eso y no murieron de hambre’. Así que tampouco hemos nós de morrer.
¿Cómo aprendiste entonces a cuidar la tierra sin químicos, sin apoyo ni referentes?
Pues yo sola. Mirando a la tierra y mirando el ambiente que se respiraba y nada más. Luego iba a preguntar a dónde había cosas para echarle a la viña que fueran naturales. Porque claro, antes no había tantos sitios, era complicado.
¿Cómo fue esa primera cosecha?
El primer año cogimos casi tanta uva como cuando hacíamos el vino normal. Estaba muy orgullosa, aunque a veces me desesperaba. Cuando explicaba que nuestro vino era ecológico y que por eso costaba un poquito más que otros, no lo entendían. Les decía que, si no me creían, que le preguntaran al Consello Regulador. Pero bueno, ahí es que nadie lo entendía. Ahora sí. Y bueno, al final se convencieron de que fue un acierto apostar por lo ecológico. Hacer un vino como este da más trabajo, pero lo merece.
¿Alguna vez pensaste, cuando eras pequeña, que tu vida iba a ser así? Estar en el campo y hacer vino.
No, no, no, no. No –ríe–. Yo le decía a mi madre: ‘yo no te voy a trabajar como mis hermanos’. Ellos trabajaban el campo porque, en la posguerra había mucha hambre. Era de estraperlo todo, el aceite… todo. Y había que pagarlo. Como ahora, ¿no? –ríe–. Pero bueno, en las aldeas mis hermanos cavaban para echar pan. Había molinos, había hornos en la parroquia. Comíamos pan por lo menos. Y otras cosas: se cultivaban patatas, habas, castañas, pan, matábamos cuatro ciervos… Piensa que nosotros éramos muchos, cinco hermanos, mis padres y mi abuela. Yo recuerdo que se lo decía a mi madre antes de morir ‘yo no te voy a trabajar como mis hermanos’. Pues mira –ríe–.
¿Y qué querías hacer, recuerdas?
Quería ir a Argentina, porque mis padres fueron emigrantes. Estuvieron en Argentina y en Cuba. Volvieron al año 31, mal tiempo para volver –ríe–. Volvieron, porque tenían aquí dos hijos. Y después, ya en Galicia, nacimos otros tres más. Cuando me casé no me creía que iba a trabajar en el campo. Empecé haciendo alguna cosa, poco a poco. Yo me creía que no trabajaba, que no iba a trabajar –ríe–. ¡Vaya si no trabajaba! Seguía sin gustarme ir al campo. Pero era lo que tenía en casa de mi marido. Y mis padres también me dejaron mi herencia, mis tierras. Y también las trabajé por mis padres, y las trabajaba mejor –ríe–. Pero no pasa nada. Ahora sí que me gusta. Yo hecho las patatas por comer mis patatas. Porque las que venden ahora no hay quien las coma –ríe–.
¿Recuerdas cuando te empezó a gustar trabajar la tierra?
No sé. Con los años. Después me gustó por eso, porque sabía que iba a comer las cosas que yo cultivaba.
¿Te sigue gustando? ¿sigues bajando al campo a tus 88 años?
Hoy la trabajo, claro. Ya no puedo trabajar como antes, porque es duro, pero trabajo. Me gusta trabajar el campo porque aquí [Pincelo] te da cosas muy buenas, aunque sea muy mala de trabajar esta tierra, porque no es llana. Yo me levanto, tengo mis pimientos, mis lechugas… siempre cultivé, todos los veranos. En invierno no tenía nada, porque aquí en invierno se dan poquitas cosas, queda muy frío. También vivimos de las cerezas mucho tiempo. Vivíamos de las cerezas y del vino. También teníamos tres vacas, porque no había leche en el supermercado –ríe–. Me gusta ir a los sitios, al campo. En casa no se hace nada.
¿Cómo era tu vida cuando eras joven? ¿cambió mucho?
No. Me levantaba temprano, le ponía una lección a mis hijos para que fueran al colegio, había que llevarlos para el autobús…así era mi vida. Primero eran los niños y después el campo.
¿Qué es lo que más te gusta de trabajar el campo?
¿Qué tarea me gusta más? Pues no sé. Me gusta ir a la viña, ver las uvas, verlas crecer… y ver que la cepa también tiene sus ideas. Me gusta estar fuera, en el campo. Es una vida muy sacrificada, hay que estar siempre pendiente de la uva.
¿Lo que menos me gusta? Vivir en Madrid –ríe–.
Pero no vives en Madrid –río–.
No, y no quiero vivir en Madrid. Tengo una sobrina que es médico, y me dice que vaya, pero yo no quiero ir. Estoy bien aquí.
¿Qué consejo le darías a una chica joven que, como empezaste tú, quiere cultivar?
Pues le diría que les diera a las cepas cosas buenas, es el secreto para que el vino sea bueno. Y que nunca le hiciera mal a la tierra. La tierra siempre da cosas buenas. La tierra la tenemos que cuidar, por la salud de todos, de nuestros nietos, y todos los que vengan. Y la tierra siempre da cosas buenas, si no le das tú algo mal o algo malo.
¿Te queda algo por hacer en la vida?
Quiero dejar una tierra mejor y me gustaría que todo el mundo supiera que la química es mala para todos.Pero eso ya no está en mis manos. Está en las manos de los jóvenes. Aún hoy en día, por esta zona no hay nada ecológico. Y ya hace 24 años, ¿eh? Así que eso, me gustaría que todo fuese ecológico. No es algo que tenga que hacer yo, pero es lo que me gustaría. Y me gustaría un mundo sin tanta química, porque hay muchas enfermedades. Ya no sé si vienen de eso, o de dónde vienen, pero antes no había tantas, me parece. Por lo menos, tomar conciencia de cambiar la comida. Me gustaría que mi vida haya valido para mejorar un poquito en eso.