Hace años escuché por primera vez hablar de las variedades locales minoritarias. Fue en una clase del maestro Fernando Martínez de Toda. Él, gran defensor de castes como la Maturana tinta o el Tempranillo blanco afirmaba, no sin razón, que la viticultura estaba sufriendo una gran agresión debida a la plantación de variedades únicas en detrimento de las existentes y que se habían adaptado a lo largo de los años a cada zona vitícola. Estas lecciones tuvieron para mi más sentido que nunca cuando, años después, regresé a Galicia y escuché hablar de Raposo, Ferrol, Brancellao… Galicia es una de las regiones del mundo con mayor diversidad de variedades, y sin embargo es difícil que un consumidor, tanto fuera como dentro de nuestras fronteras, conozca nombres como Merenzao o Caiño.
Tradicionalmente los vinos eran elaborados mediante una cuidada mezcla de variedades, resultado de una selección, a veces natural y otras humana, de diferentes castes que habían demostrado su adaptación a la zona. Cada una de las uvas aportaban riqueza y complejidad a los vinos, y éstos, como resultado de unir el cuerpo de esta variedad, el aroma de esta otra, la acidez de esa tercera y el color de aquella, podían ser complejos y largos en el tiempo o frescos para consumo rápido, según el cupage elegido.
A partir de los años 80, y sobre todo en los 90, esta tendencia cambió. Se adoptaron las modas existentes en países “nuevos” productores y consumidores (especialmente EEUU), con una clara tendencia hacia vinos monovarietales y que se aprecian según se trate de un Chardonnay, un Cabernet o un Albariño. Además, el elevado número de bodegas y sobre todo de marcas, hacía que el consumidor se fijase de parámetros como la zona de origen o la variedad, para facilitarle la complicada labor de decantarse por uno u otro vino.
Por otra parte, la gran complejidad existente hasta entonces en el viñedo requería de unos cuidados mucho mayores, ya que no todas las variedades maduraban a igual velocidad ni tenían la misma resistencia a determinados patógenos, por lo que las visitas a la viña, ya fuese para tratar, vendimiar o deshojar, eran muy numerosas, con el coste añadido de tiempo y dinero.
Esta realidad fomentó que, incluso desde las Administraciones, se potenciase la restructuración de los viñedos, primando unas variedades frente a otras y basándose, principalmente, en aspecto comerciales y no tanto técnicos.
Pero para entender este concepto, conocido como “erosión genética”, tendríamos que remontarnos muchos años atrás. Entre finales del siglo XIX y principios del XX, la entrada de la filoxera en Europa y sus devastadores efectos sobre el viñedo, provocaron una pérdida masiva de material autóctono. Las replantaciones posteriores se basaron, en muchos casos, en criterios económicos como altas producciones o resistencia a hongos, y no tanto en preservar las variedades preexistentes. No hay que olvidarse, además, del auge de las variedades foráneas, parte integrante de nuestros viñedos desde hace décadas, y que están incluidas en la legislación de varias Denominaciones de Origen vitícolas españolas.
Esta pérdida de diversidad ha generado un gran problema. Los vinos, otrora diferentes, arraigados a un terreno y una receta definida por cada viñerón, se han ido convirtiendo, poco a poco, en imágenes especulares. La homogeneidad es evidente, y se hace necesaria una dosis extra de diversidad difícilmente obtenible con los limitados recursos actuales. Es por ello, que la recuperación de las variedades minoritarias está resultando clave.
En los últimos años, la apuesta por preservar y fomentar estas variedades de vid que habían sido relegadas durante años, está teniendo sus frutos. Cada vez son más las bodegas que han decidió apostar por la variedad y complejidad en sus vinos, y en todas las D.O. podemos encontrar vinos con un plus de riqueza gracias a la selección de diferentes uvas y terrenos…
Mencía, Albariño y Godello, son la base de nuestro vinos más conocidos en cuatro de las D.O. gallegas, pero también encontramos casos como los de la D.O. Ribeiro, clara muestra de la elaboración de vinos plurivarietales, y en la que la gran reconversión surgió de la apuesta de algunos aventureros decididos por apartar el Palomino (base de la mayor parte de los vinos blancos de la zona durante años), y recuperar Treixadura, Torrontés o Lado… Ahora, al cabo de los años, es más que reconocido su trabajo, y estas variedades tradicionales son la base de todo buen vino blanco de la zona.
En el caso de los vinos tintos las mezclas han estado siempre presentes, y a excepción de la Mencía, que sigue siendo la caste principal a lo largo de toda nuestra geografía, variedades como el Sousón, Caiño tinto o Brancellao y mezclas con variedades no tan nuestras como la Garnacha tintorera o la Tempranillo, han conseguido vinos reconocidos en todo el mundo.
El caso más claro de vinos elaborados con una sola variedad, lo podemos encontrar en la D.O. Rías Baixas, en la que la uva Albariño representa cerca del 95% del total de la producción. Pero, incluso dentro de este “Mar de Albariño”, encontramos diferencias como las de los vinos elaborados en dos de sus subzonas: Condado do Tea y O Rosal, donde el enriquecimiento con pequeñas cantidades de variedades como Treixadura y Loureira, otorgan a sus vinos un carácter afrutado que los diferencia de los vinos salinos, balsámicos y cítricos del Salnés.
Como siempre, la virtud está en el equilibrio. No se trataría de abandonar los vinos monovarietales, pero tampoco de eliminar diversidad vitícola de la zona, lo importante es preservar la riqueza del terreno, conservar esas variedades que a lo largo de los años han demostrado adaptarse a cada región, y aprovechar esa variabilidad para poder elaborar vinos distintos, que enriquezcan el Sector y nos enriquezcan a nosotros, los consumidores, mostrándonos todo lo que la uva puede dar de sí.