Joaquín Álvarez se excusa porque llega tarde a la cita. A sus 76 años, todavía se pasa los días entre viñas y su pequeño invernadero de la parroquia de Goián, O Rosal. Nos sentamos para charlar sobre el proyecto de toda su vida, como él mismo nos cuenta ‘una teima’, una obstinación que lleva alimentando media vida. Su teléfono suena 4 veces. No sólo no se ha jubilado todavía, sino que lleva un ritmo de trabajo frenético, reservado a aquellos que aman lo que hacen y el dolce far niente se les antoja una idea pintoresca.
Se intuye sin mucho esfuerzo que es una de esas personas, que ‘morirá con las botas puestas’. Su energía es contagiosa. Pronto descubrimos que a Joaquín no le mueven sólo las ganas. Inventiva no le falta: regentó varios locales de ocio, la célebre discoteca Ceibe y hasta un pequeño cine. A la vez, trabajaba como operario en Citroën, pero nunca dejó de perseguir un sueño: volver a producir el vino que bebían sus abuelos. Lleva décadas tratando de recuperar la uva tinta autóctona de la zona de O Rosal, principalmente sus dos variedades ancestrales: la uva Castañal y la uva Caíña tinta, prácticamente extinguidas tras la llegada del oídium a Galicia en la segunda mitad del S. XIX.
‘Esto era una tierra de tinto, recuerdo perfectamente que en las tabernas se bebía vino tinto, y de muy buena calidad. De pequeño iba con mi padre por la zona del O Salnés y allí sólo había ganadería, nadie te ofrecía una ‘cunca’ de vino, porque no tenían, no producían. En O Rosal, sí. Había mucha bodega pequeña y su vino se vendía en las tabernas. Cada local tenía su bodega, eran todos diferentes. Los bares sacaban un cartel a la puerta anunciando qué día abrían el barril, y ese día se bebía vino a mansalva. Era una riqueza impresionante, y un evento en el que no faltaba un solo vecino’, nos cuenta este gran experto en preservar la tradición local.
O Rosal es una zona vitivinícola desde la Edad Media gracias a la tradición cristiana. Tras la construcción del Monasterio de Oia, flanqueado por el Océano Atlántico de un lado y por la Serra da Groba del otro, el valle de O Rosal era el único terreno idóneo para producir vino. En Goián también estaba situado el priorato de San Lorenzo, lugar donde se encuentra hoy en día Adegas do Vimbio. Gracias a sus monjes, encargados del cuidado de la tierra y de preservar la viticultura, estas variedades ancestrales han llegado hasta nuestros días.
¿Cómo es posible que esta cultura del vino no haya sobrevivido intacta tras siglos de recorrido? Joaquín nos cuenta que la emigración –a América y a Europa– jugó un papel fundamental en su desmantelamiento. ‘Aquí solo quedaban los ancianos, nadie recogía el testigo de la cultura vitivinícola. Con el tiempo, aquellos que trabajaban el campo empezaron a plantar variedades extranjeras o cualquier cepa que diese vino en abundancia, cualquier cosa que pudiesen beber. No tenían interés en recuperar nada, sólo interesaba la cantidad, ya que era para autoconsumo. Plantaban lo que diese ‘un bo caldo’, es decir, un vino plurivarietal, que saciaba más que otros y era perfecto para acompañar una sopa de para de jamón para seguir trabajando el resto de la jornada’, se lamenta Joaquín.
Esta ‘teima’ de recuperar el vino de sus ancestros ahora es compartida con Martín Crusat y Dominique Roujou de Boubée, propietario y enólogo de Adega do Vimbio, una bodega local de autor con una filosofía sostenible. Desde 2016, los tres trabajan juntos para sacar adelante los vinos tintos que viven en la memoria de Joaquín.
Todo comenzó gracias a la intervención de Dominique, cuando se interesó por quién podía tener buena uva tinta en la comarca. ‘Buena uva tinta tiene Quin de Goián’, respondió Martín, recordando que Joaquín es una eminencia en la región. Tras escuchar su historia se pusieron manos a la obra. El resultado es A Espiña y Teimosía, dos joyas del patrimonio vitícola.
‘Si bien es cierto que desde hace más de 10 años han ido surgiendo muy buenos vinos tintos en el Salnés, el Rosal tiene un terroir propio donde, al igual que la Albariño se expresa de forma distinta, los tintos encuentran otro soporte para ofrecer otra identidad. O Rosal es a Rías Baixas lo que Amandi es a Ribeira Sacra. El microclima favorable del Rosal permite una maduración más fácil y completa de los tintos, una expresión más generosa y golosa. Se trata de un proyecto muy pequeño y artesanal. Desde la viña hasta el embotellado, todo se hace a mano’, explica Dominique.
A Espiña es un vino que mezcla Caiño tinto, Castañal y Sousón y reposa 10 meses en barrica nueva de roble francés. 973 botellas de un vino excepcional. Teimosía, por su parte, es más inmediato y tiene todas las variedades de la finca – Caiño redondo, Caiño longo, Castañal, Carrabuñeira, Brancellao y Sousón–, criado 10 meses en barricas usadas de roble francés y en tanque de acero inoxidable. Actualmente se encuentran casi 5.000 botellas en el mercado.
El primer reto de este trabajo de recuperación pasa por localizar las pocas cepas originales que quedan en los terrenos de agricultores y vecinos de la zona. La uva castañal era especialmente sensible a esta primera gran plaga americana (el odium), por lo que los labradores dejaron de trabajarla, ya que su esfuerzo era inútil. El vino no se daba y no contaban con herramientas para combatirla. Cuando se encuentran con una cepa original, utilizan portainjertos para reproducirla, un trabajo extremadamente manual y artesanal que requiere de gran conocimiento y mucha técnica. Consiste en unir un trozo de sarmiento de una planta a otra vitis (habitualmente americana) para que crezcan como una única cepa. Se fija una porción del sarmiento en otra fracción, el portainjerto, que se encargará del sistema radicular y servirá de soporte. Así es como sortean a la filoxera, para que corran mejor suerte que sus predecesoras.
A pesar de estas técnicas, su recuperación no es tarea sencilla, ya que esta uva sólo se da en el ayuntamiento de O Rosal, Tui y de Tomiño. Existen 4 hectáreas de plantación de castañal en todo el mundo y dos de ellas pertenecen a Quín. Es una tarea que lleva realizando con mimo y constancia desde que su primer intento, a finales de los años 90. Cuando comenzó, sólo quedaban 43 cepas originales. Una misión kamikaze que está llegando a buen puerto, aunque aún queda mucho por andar.
Quin, fue uno de los arquitectos del proyecto Torroxal, muy pionero para la época. Apostaron por los tintos de Rías Baixas en un momento donde nadie se planteaba ni siquiera la opción. Se propusieron a levantar una bodega sólo de tintos en las Rías Baixas, antes de la existencia de O Salnés, o de que cualquier otra bodega ofreciese tinto en la provincia de Pontevedra. ‘Tenía claro que quería recuperar el castañal. Plantamos 30 hectáreas, pero no sobrevivimos a la crisis económica de 2010 y tuvimos que dejarlo estar, vender el terreno para afrontar deudas. Digo dejarlo estar, porque es una idea que nunca abandoné. Era una espina que tenía clavada, de ahí que ahora haya bautizado las botellas como A Espiña y Teimosía’, nos cuenta Joaquín.
Teimosía y A Espiña son dos tintos con un perfil diferente, muy equilibrados gracias al clima especial de O Rosal. Cuentan con una acidez natural que emana directamente del Río Miño, una personalidad propia. ‘Castañal, caíño y sousón son variedades de élite. Tienen las condiciones apropiadas para hacer un gran vino. Al mencionar los tintos Rías Baixas piensas en caíños, espadeiros de O Salnés… vinos muy finos, ácidos y frescos. Aquí, en la zona de O Rosal el vino no era así. Tenía más cuerpo, más extracción, más recorrido… la idea es demostrar que O Rosal tiene grandes tintos, que ya se elaboraban, pero se abandonaron simplemente por problemas económicos. A pesar de que los bodegueros de O Salnés son los que llevan el nombre del Albariño por el mundo, los vinos de O Rosal no tienen nada que ver. Son mejores –ríe–. Caíño tinto, caíño gordo, caíño redondo, tinta femia… son vinos excepcionales’, nos cuenta Martín Crusat.
Un vino que merece mucho la pena, coinciden tras haber obtenido 93 y 94 puntos Parker respectivamente, pero también son conscientes que necesitan afianzarlo antes de ser más ambiciosos, ya que no tiene un mercado nada fácil. El objetivo está claro: revindicar el sitio que los blancos ‘arrebataron’ a los tintos de la zona. ‘Los ancianos de la zona, cuando lo prueban recuperan la memoria. Ahora luchamos por que este vino llegue a las mesas de toda Galicia, para que la gente se interese y los pruebe’, añade Martín.
El precio muchas veces limita su expansión, ya que no es un vino al alcance de cualquiera. ‘Recuperar un vino histórico requiere del trabajo y la implicación de muchos eslabones de la misma cadena: primero, estamos nosotros, que lo diseñamos y cultivamos; luego dependemos de que sumillers y taberneros apuesten por él. A la hora de gastarte ese dinero en un buen vino, vas sobre seguro. Es el sumiller, el enólogo, el que te vende el vino, el que tiene que ponerlo en valor, explicando de dónde proviene, lo que ha costado recuperarlo, lo que cuesta producirlo y lo exclusivo que es’, nos explica Crusat.
Dos vinos que hacen posible beberse la historia de una región. Un sabor que estuvo a punto de perderse para siempre. Quizás convenga recordarlo antes de descorchar la botella, para disfrutarla aún más si cabe.